En el descansillo superior de la ancha escalinata del
hotel, transportada peldaños arriba en un sillón, rodeada de criados, doncellas
y el numeroso y servil personal del hotel, en presencia del Oberkellner, que
había salido al encuentro de una destacada visitante que llegaba con tanta bulla
y alharaca, acompañada de su propia servidumbre y de un sinfín de baúles y
maletas, sentada como reina en su trono estaba... la abuela. Sí, ella misma,
formidable y rica, con sus setenta y cinco años a cuestas: Antonida Vasilyevna
Tarasevicheva, terrateniente y aristocrática moscovita, la baboulinka, acerca de
la cual se expedían y recibían telegramas, moribunda pero no muerta, quien de
repente aparecía en persona entre nosotros como llovida del cielo.